Miedo «portoricensis»

Vivimos en un país lleno de miedo. El principal es el miedo a la libertad, que muchos suponen ha de ser la ruina económica - como si ya no viviéramos en ella - y el miedo a que caigamos presa de un totalitarismo - como si ya no lo sufriéramos, tanto externo como interno. Por ende, unos acogen con beneplácito, y otros con resignación, el tutelaje norteamericano, al que se le adscriben propiedades casi mágicas de protección.

De ello surge el segundo gran miedo portoricensis: el de siquiera parecer anti americano. Criticar a o discrepar de Estados Unidos es casi una blasfemia o una idea suicida. El nerviosismo es perceptible, cuando, en una reunión social, alguien tiene la «imprudencia» de expresar una opinión distinta de la ortodoxia norteamericana.

Eso lleva a otro miedo: el de expresar alguna simpatía por o ver algún mérito en un «enemigo» de los americanos. Por lo cual, la gente teme decir algo bueno de la Cuba de Fidel o de la Venezuela de Chávez. Automáticamente, se adoptan los gustos y los disgustos de Washington. El exilio cubano tiene entre nosotros una especie de «veto» acerca de lo que se puede decir sobre Cuba, y el puertorriqueño tiene miedo de parecer castrista, si no le da la razón sobre sus posturas.

Finalmente, hay miedo a expresar opiniones muy fuertes, que puedan «ofender» a otros y provocar represalias de los que mandan, sea en la esfera pública o en la privada. Se habla mucho, pero en privado. Hay miedo de coincidir en algo con el adversario, para que no se nos acuse de «cargarle las maletas». En fin, vivimos enfermos de miedo.

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