Con cepillo o peinilla

No soy presumido, pero creo en el acicalamiento razonable. (Los que no somos agraciados físicamente --eufemismo para no decirme feo --tenemos que ayudarnos con lo que se pueda.) Por eso, me llama la atención un cierto desaliño que observo en hombres de distintas condiciones personales y edades en comparecencias públicas y por los medios de difusión. El acto sencillo de peinarse parece ser una costumbre en peligro de extinción. En días recientes, he visto desde un analista de política internacional -- muy inteligente, por cierto-- hasta un oficial bancario despeinados o quizá peinados de forma un tanto estrambótica, como si se acabaran de levantar de la cama.

Aunque admito cierta variación en el peinado masculino, me parece que estas personas proyectan una excentricidad artificiosa y estudiada, que busca llamar la atención haciendo el ridículo. Pienso que, en el fondo, padecen de inseguridad, y creen que sus méritos no son suficientes para llamar la atención de manera más positiva. Por ello, dependen de peinarse como imbéciles para que los demás se fijen en ellos.

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