De cerebros pequeños

He dicho antes que los puertorriqueños tenemos una necesidad enfermiza de reconocimiento, como compensación, consciente o subconsciente, de nuestro complejo colonial y pequeñez territorial. El caso actual de reclamar tener el perro más pequeño del mundo nos lo demuestra. Basta con leer lo que ha dicho su dueña: «Que Milly sea la perrita más pequeña de Puerto Rico es un honor y nosotros queremos brindar un poco de todo lo que hemos recibido». Evidentemente, la señora tiene un sentido muy particular de lo que honra, y parece pensar que lo de su perrita es algo así como una bendición del Cielo.

Que alguien considere que algo que no pasa de ser una curiosidad sea un honor personal y hasta nacional demuestra no solo un desquicie individual, sino una enajenación colectiva de gente que busca figurar en el Libro de Guinness por cualquier imbecilidad.

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