Unas penas ridículas

Siempre me ha parecido que los delitos contra la función pública, en sus múltiples vertientes, merecen la más severas de las sanciones, pues el daño es a todo un pueblo. No debe bastar, pues, con una sanción económica de multa y la restitución de los haberes obtenidos impropiamente, sino que amerita una temporada larga en una institución penitenciaria.

El derecho penal tiene, entre otras, una función ejemplarizante, que no se cumple si el castigo resulta ridículamente liviano. Unos pocos meses de reclusión carcelaria para una persona que ha participado  en un esquema para defraudar al erario por unos pagos por servicios no prestados es valorar en muy poco la transgresión de la que se trata. Una sanción así trasmite la idea de que lo hecho es una falta leve, y quien se incline a incurrir en algo similar no se va a sentir disuadido de ello. Francamente, le va a parecer que se trata de un riesgo asumible, ante la posibilidad de enriquecerse ilícitamente.

Hasta que reconozcamos esta verdad y ajustemos las penas de manera correspondiente a la gravedad del delito, no lograremos gran cosa en la lucha contra la corrupción en el ámbito público.

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